Agustina de Aragón: «aquí hay mujeres, cuando no podáis más»

Agustina Raimunda María Zaragoza y Doménech, llamada «Agustina de Aragón» nació en Reus en 1786. Hija de Pedro Juan Francisco Ramón Saragossa Labastida, obrero, y de Raimunda Domenech Gasull, naturales de Fulleda, Lérida. Todavía se pueden ver los restos de una vieja casona de sus padres en su ciudad natal, conocida como Can Sivistro. Mujer de armas tomar, en el más amplio sentido literal de la palabra, pasó a la historia, convertida en mito, por sus arrestos contra las tropas de Napoleón en plena resistencia zaragozana. Pero, tras sus belicosas hazañas, su vida privada fue también novelesca en matrimonios y amoríos. Se casó a los escasos 17 años en Barcelona con el militar Juan Roca Vilaseca. En los días previos al estallido de la Guerra de la Independencia, y cuando los franceses se apoderan de la ciudadela de Montjuich, su marido tomó parte en la batalla del Bruch. A los quince días de casados, él recibe la orden de marchar a Mahón, Menorca. En su ausencia Agustina conoce a Luis de Talarbe, que será el verdadero amor de su vida. El personaje de Talarbe, parece que corresponde con el apellido ficticio que, sin embargo, conserva dos sílabas de su original histórico, el del Teniente General José Carratalá y Martínez, nacido en Alicante en 1781, y Licenciado en Derecho por la Universidad de Valencia, que se enroló en el ejército.

José Carratalá y Martínez

Al poco tiempo, Roca abandona bruscamente a Agustina, llamado por su deber militar. El matrimonio tuvo un hijo varón, Juanico, que moriría de sarampión. Por este motivo Agustina, sola, decide dirigirse a Zaragoza, donde se aloja en casa de unos familiares cuando la ciudad empezaba a ser asediada por los franceses. En plena contienda se dio por desaparecido a su marido, al que Agustina dio por muerto en el campo de batalla. Ella optó por echarse a la calle a luchar y confiarse a los brazos de otro militar, el capitán Luis de Talarbe, con quien se casó el 1 de julio de 1808. En ese mismo mes las tropas francesas iniciaron el sitio de la ciudad, bajo el mando del general Lefebvre. El general Palafox, encargado de la organización de la defensa de la ciudad, rechazó la propuesta de rendición, aunque ya no quedaban existencias de comida. Los planes franceses eran atacar por tres lugares: la puerta del Carmen, las del Portillo y la de Santa Engracia. La ciudad fue atacada por los cuatro costados. Los propios ciudadanos de la plaza sitiada se pusieron al frente de la resistencia y levantaron barricadas.

Las defensas de la puerta del Portillo encomendadas a Francisco Marco del Pont, empezaron a debilitarse. Es, en ese momento cuando Agustina entró en la Historia y se ganó el apelativo de la Artillera. Agustina se encontraba en el Portillo ayudando a las tropas como tantas otras mujeres, que se encargaban de transportar las municiones y de asistir a los heridos alentando a los artilleros y sirviéndoles comida, agua y otras provisiones. Agustina, con tan solo 22 años, se dirige hacia la batería del Portillo, que estaba siendo duramente atacada y tomando la mecha de manos de un artillero herido, consiguió disparar un cañón sobre las tropas francesas y comienza a socorrer a los artilleros, diciéndoles, “ánimo artilleros, que aquí hay mujeres cuando no podáis más”. Al poco rato, caía herido de un balazo en el pecho, el soldado que amaba, que estaba al mando de la batería y, a causa de una granada, caían abrasados casi todos los demás artilleros. Ya cuando se acercaba una columna enemiga, pasa por entre muertos y heridos, descarga un cañón con bala y metralla y sostiene con ellos el fuego, obligando al enemigo a una vergonzosa y precipitada retirada.

Enterado de tal gesto el general Palafox, la condecora con el título de Artillera. La esposa de uno de los militares fue en su búsqueda, y allí mismo, sobre el campo de batalla, la felicitó. Probablemente el nombramiento tenía tanto de práctico como de honorífico: la pertenencia al cuerpo de artilleros proporcionaba a Agustina el derecho a comer del rancho de los soldados, lo que no era moco de pavo, ya que en la ciudad sitiada, ya no quedaba ni perro, ni gato.

Posteriormente, sin embargo, Agustina conseguiría sucesivamente los galones de Sargento y de Subteniente con los escudos de: «Defensora de Zaragoza» y «Recompensa del valor y patriotismo”. A partir del momento de su heroica participación en el asedio de Zaragoza, se la conocería con el sobrenombre de Agustina de Aragón y también como «la Artillera». Como suele ocurrir con los mitos populares, la hazaña se engrandeció y deformó sobremanera con el paso del tiempo, idealizándose los hechos acontecidos.

Agustina no cesó en su empeño de defender su ciudad y tomó parte en la defensa de la misma ante el segundo intento de los franceses, en 1809,  esta vez dirigido por los generales Moncey y Mortier, que terminó con la capitulación, debido al hambre y a la epidemia de peste que asoló la ciudad. Ella también enfermó de peste, al igual que el general Palafox y tuvo que retirarse de la línea defensiva. Postrada en cama en el convento de San Agustín, recibió la noticia de la entrada de las tropas francesas en Zaragoza. Fue apresada y llevada con los demás prisioneros al depósito de la Casa Blanca, e incorporada a la cuerda de infelices que fueron llevados a Francia. Durante el camino, al salir en defensa de un soldado español, maltratado por las tropas francesas fue herida de un bayonetazo, sufriendo una fractura de clavícula. Afortunadamente un alma caritativa durante el largo camino la prestó una mula. Pasadas unas semanas en un hospital francés, rasgando sus sábanas de su lecho y haciendo con ellas una especie de maroma, se descuelga por una ventana a la calle y consigue huir. Empezó entonces su calvario de hambre, frío y misera. Pidiendo limosna consiguió llegar a España.

Una vez restablecida, se dirige a Teruel, donde el gobernador de la Junta, don Luis Amat, la facilita pasaporte para el ejército, que a su vez se lo conceden para viajar a Sevilla y presentarse ante la Suprema Junta Central, en el Alcázar, con el que se presenta a los generales Marqués de Lazan y Blake, que la agasajaron con una calurosa bienvenida. En ausencia del Rey, prisionero en Francia, en atención a sus méritos, la conceden el grado y sueldo de Subteniente de Artillería. Su estancia en Sevilla fue corta ya que pronto mostró su deseo de regresar a Cataluña junto a su marido, ya que en dicha región aún continuaba la contienda.

En 1810 participó en la defensa de Tortosa, hasta su rendición en 1811, donde de nuevo fue hecha prisionera junto a su marido, pudiendo regresar a España gracias a un canje de presos. Cuando esta plaza cayó, se incorporó a la guerrilla dirigida por Francisco Abad, Chaleco, en los campos de la Mancha.

Su carrera militar concluyó en la Batalla de Vitoria, en junio de 1813, con las fuerzas del general Morillo, que la extendió un certificado por su participación con valor memorable en dicho combate, recuperando gran cantidad de objetos de oro y plata que habían sido saqueadas a las iglesias por las tropas francesas y que se ocultaban cuidadosamente en unos sacos llenos de trigo. Después de la batalla, Agustina y Talarbe se trasladan a Valencia.  Allí recibe una inesperada carta de su antiguo marido, Roca, al que daba por muerto, en la que la reclama como esposa, de modo que Agustina, tras una costosísima decisión, se despide de Talarbe, que, no siendo ya capaz de permanecer en la península, obtiene un destino militar que le conduce a América.

En 1814 Agustina llegó de nuevo a Zaragoza, donde se reencuentra con su primer marido. En esta ciudad recibió una carta de Palafox en la que le comunicaba que el rey quería conocerla. Recibida en audiencia por Fernando VII, ante el que expuso las malas condiciones económicas en las que se encontraba su familia, ya que su marido Juan Roca estaba enfermo de tisis, una enfermedad muy costosa, por lo que la asignó, una pensión vitalicia de cien reales mensuales, además del  rango de alférez de Infantería, rango que mantuvo hasta su muerte.

Poco después, Agustina acompaña a su marido a Barcelona, donde estaba destinado. Por estas fechas nació el segundo hijo del matrimonio, Juan, que nació enclenque, y, debido a la mala salud del niño, la familia decide cambiar de aires y se trasladan a Segovia en la primavera de 1817. Su reunión con Roca no fue feliz. Estando en Valencia recibe noticias de su empeoramiento, decide trasladarse a Barcelona para atenderle, pero, no consigue llegar a tiempo de verle con vida, murió en 1823. Entretanto, Talarbe se casaba en América.

En 1824, Agustina decide casarse en segundas nupcias en Valencia, con Juan Eugenio Cobos de Mesperuza (I Barón de Cobos de Belchite), médico almeriense, doce años menor que ella. Su matrimonio debía de permanecer en secreto durante un año, hasta pasar el luto obligatorio por su anterior esposo. Se instalaron en Sevilla donde tuvieron una hija  llamada Carlota. Durante su estancia en Andalucía, en Cádiz la brindan con una corrida de toros. Se cuenta también los agasajos de que fue objeto por parte de la comunidad hebrea, que ofrece un baile en su honor, y de los ingleses en Gibraltar, donde le hacen un retrato que, todavía en 1846 podía contemplarse en el Museo de Londres y para agasajarla la ofrecieron un banquete en dicha plaza. El propio Lord Wellington, fue a visitarla a la fonda donde se hospedaba para felicitarla en persona. La regaló dos pistolas bellamente trabajadas, con incrustaciones de oro, plata, nácar y marfil, que, cuando se disparaban, quedaban armadas con bayonetas. Además la pidió a la heroína los abalorios que llevaba en ese momento, sus pendientes y sortijas, para enviarlos al museo de War Office en Londres, donde se custodiarían, y la regaló en su lugar, otros anillos que representaban la alianza, un cañón y un mortero, y unos pendientes en forma de bellotas guarnecidas de brillantes. También quería que el mismo rey Jorge la conociera, pero ella no quiso viajar a Inglaterra.

Tras una etapa relativamente tranquila, Agustina y Eugenio comienzan a distanciarse sobre todo por las ideas carlistas de su marido. Su hija Carlota, casada con un oficial de artillería, se había instalado en Ceuta. Desencantada de su matrimonio, acabaría trasladándose junto a su hija, donde vivió muchos años entregada solo a la religión y a las obras de caridad. Dicen que siempre que un barco inglés llegaba a Ceuta, era costumbre que su capitán visitara a Agustina.

Murió en su domicilio de Ceuta en 1857, a los 71 años de edad, a causa de una bronconeumonía, y fue enterrada en el cementerio de Santa Catalina. Sus restos fueron trasladados solemnemente 23 años después a la capital aragonesa, a la Basílica del Pilar. Allí reposaron hasta que, en 1908, coincidiendo con el centenario de Los Sitios de Zaragoza, fueron conducidos a una nueva ubicación: a la Iglesia de Nuestra Señora del Portillo, la que se levanta junto al escenario en el que protagonizó la toma del cañón que la había catapultado a la fama, en un solemne acto presidido por el rey Alfonso XIII. En 1913 fue colocada una placa conmemorativa en la casa ceutí donde murió. Fue recreada por Goya en sus grabados, «Los desastres de la guerra», pintada por Gálvez, Navarro, Cañizares, cantada por Lord Byron en su Childe Harold, recreada en el cine, película que nunca faltaba en las sobremesas antes de la transición,  en el día del Pilar.

Estuvo casada con dos hombres a la vez, dejó a los dos y se casó con un tercero. Y los tres fueron militares.  Tras la Guerra de la Independencia, se reunió con su segundo marido en Valencia. Pero, finalizada la contienda, se topó con un dilema amoroso: su primer marido, al que había dado por muerto, no había fallecido. Así que se encontró con dos maridos. La salomónica decisión que tomó para resolver el entuerto es abandonar a los dos. Al poco tiempo murió el primero; el segundo optó por poner tierra de por medio y emigró a América, y Agustina de Aragón, una vez despejado el entuerto, optó por rehacer su vida con un tercer esposo.

Sin duda, una heroína valiente y una mujer libre.