La Fiesta Nacional y las venationes

La fiesta nacional no existiría, si no existiese el toro bravo, que terminó siendo una especie exterminada en el resto de regiones, excepto en España, donde encontró su asentamiento, conservándose hasta nuestros días. La tauromaquia, parece que se remonta a épocas muy antiguas. En los templos celtibéricos, se celebraban sacrificios de reses bravas en honor de sus dioses. Aún se puede visitar los restos de un templo de estas características en la provincia de Soria, cerca de Numancia.

Frescos en Cnosos

Sus raíces, provienen de la cultura grecolatina. En Creta, hay constancia de estos juegos en la plaza de Cnosos, en cuyo palacio, pueden verse frescos que muestran a hombres y mujeres en escenas de tauromaquia.  El culto al toro como divinidad y su sacrificio ritual está constatado en las civilización minoica y otras del mediterráneo oriental desde al menos la edad de bronce. La cultura románica instaura en la cultura local, los juegos y luchas de fieras, entre ellas el toro y por supuesto de seres humanos y se remonta a los sangrientos juegos romanos y las crueles venationes. Eran personas que debían purgar sus culpas pereciendo en la arena entre las garras de las fieras. Inermes, eran empujadas hacia los animales por ayudantes, que les enfurecían con muñecos, trapos, pinchos, etc., en las que se mataban miles de animales para divertir a un público sediento de sangre y fuertes emociones. Según cuenta Plinio el Viejo, Julio César atacó él mismo con una pica a los toros a caballo, e introdujo la lucha entre el toro y el matador armado con espada y escudo, además de la “corrida” de un toro, a quien el caballero desmontando derribaba sujetándolo por los cuernos. Otra figura de aquella época, según Ovidio, fue Karpóforo, que obligaba al toro a embestir utilizando un pañuelo rojo. Este gladiador, se hizo famoso por derrotar a un oso, un león y un leopardo en la misma batalla. En otro combate, mató a un rinoceronte con una lanza. En total, se cuenta que mató a veinte animales salvajes en el mismo día de combate.

Hay que recordar, que con la llegada de los cartagineses, un caudillo celtíbero, Orissón,  trató de derrotar a Amílcar con una mezcla de astucia, bravura y sorpresa. Fue esa manada de toros bravos, con teas ardiendo en sus astas, la que embistió contra los elefantes de los cartagineses. Delante de las filas colocaron gran número de carros tirados por bravos novillos, a cuyas astas ataron haces embreados de paja o leña. Los encendieron al comenzar la refriega, y furiosamente embravecidos los novillos con el fuego, se metieron por las filas de los cartagineses que tenían enfrente, causando horrible espanto a los elefantes y caballos y desordenándolo todo. Este acontecimiento pudo ser el inicio de los toros embolados.

En la España musulmana, se prohibieron tales celebraciones por considerarse abominables. Es la única excepción histórica que podemos encontrar.

Sin embargo, la España medieval mantiene el espectáculo, como un deporte de la nobleza. El señor feudal, a lomos de un caballo y armado con una larga caña, a modo de lanza, mantendría una lucha contra el toro bravo, demostrando en ella su habilidad y dotes de buen caballista. A esta denominada suerte de cañas se considera el precedente del rejoneo.

Aunque varios escritores apuntan que el Cid Campeador, Rodrigo Dí­az de Vivar, fue el primer caballero español que alanceó toros, la corrida más antigua, de la que se tiene constancia, data de 1080 con motivo del matrimonio en Ávila, entre el Infante Sancho de Estrada y doña Urraca Flores. También hay noticias documentadas sobre fiestas de toros en Cuéllar (Segovia) en 1215, año en el que su obispo decretó «que ningún clérigo juegue a los dados ni asista a juegos de toros, y sea suspendido si lo hiciera».

Pero la intervención del toro en la ceremonia nupcial es anterior y común a la mayor parte de las regiones de España. Gracias a una cantiga de Alfonso X el Sabio, en la que se puede reproducir una corrida nupcial, en la que se admitía la virtud del toro como agente transmisor del poder de la fecundidad. En 1250 Alfonso X prohibió que dichos juegos se celebrasen por dinero, lo cual apunta a la existencia ya  de una «profesionalidad» incipiente entre los dedicados a lidiar reses bravas. Y es que recorrían los pueblos los llamados «matatoros» o «toreadores», divirtiendo al público, y cobrando por ello, mediante la práctica del toreo a pie de forma más o menos rudimentaria, sorteando o recortando a los toros, dándoles lanzadas o saltos. Además, estaban los pajes que, como parte de su servicio, ayudaban a los caballeros a lancear o rejonear a caballo, realizando los quites cuando fuera necesario.

Durante los siglos XVI y XVII, en España y en el sur de Francia ya se practicaba la suelta de vaquillas y toros por calles y plazas, y otros festejos como los toros de fuego y los toros embolados, ensogados o enmaromados, comparables en crueldad con el espectáculo aristocrático de la corrida en el que el caballero tení­a un papel preponderante en el acoso y muerte del toro, que también sufrí­a las mil provocaciones que le causaban los peones desde los burladeros o caponeras, los arpones que la chusma le clavaban y los arañazos de algunos gatos introducidos en algún tonel que el toro desbarataba.

La reina Isabel la Católica rechazó las corridas de toros, pero no las prohibió, mientras que el emperador Carlos V se distinguió por su afición y mató un toro de una lanzada en Valladolid para celebrar el nacimiento de su hijo Felipe II. Barcelona homenajeaba su nacimiento, con «luminarias, danzas, máscaras y juegos de toros». En su reinado se promulgaron las primeras condenas eclesiásticas. El Concilio de Toledo, declaró las funciones de toros “muy desagradables a Dios”, y  el Papa Pí­o V, pedía la abolición de las corridas en todos los reinos cristianos, amenazando con la excomunión a quienes las apoyaban. Su sucesor, Gregorio XIII modera el rigor de la bula, conforme al deseo del rey Felipe II de levantar la excomunión. Sixto V vuelve a poner en vigor la condenación, que a su vez es cancelada después por Clemente VIII. Felipe III renovó y perfeccionó la plaza mayor de Madrid en 1619, para aumentar su aforo, y Felipe IV, además de alancear toros, mató a uno de un arcabuzazo.

Miguel de Cervantes deja constancia de la cría de reses bravas para estas fiestas en el incidente que sufre Don Quijote de la Mancha quien grita a quien los transporta «¡Ea, canalla, para mí no hay toros que valgan, aunque sean de los más bravos que cría Jarama en sus riberas!», apuntando la existencia de explotaciones ganaderas de intrínseca finalidad taurina. La prohibición de torear a caballo que en 1723 Felipe V impuso a sus cortesanos, acarreó que los modestos matatoros y los pajes empezaran a torear por su cuenta en las ciudades más importantes y a desatar el entusiasmo del gran público. Carlos III  prohibí­a las corridas de toros de muerte en todo el reino.

Con diversas variaciones, se van estableciendo a lo largo del siglo XVIII todos los elementos de las corridas, como hoy las conocemos, con una serie de novedades en su práctica: la nobleza abandona el toreo a caballo y la plebe comienza a hacerlo a pie, demostrando su valor y destreza; los protagonistas ya no son caballeros pertenecientes a clases altas, sino gente del pueblo que se profesionaliza y cobra por su actuación; nacen las ganaderías bravas y se comienza a seleccionar los toros para la lidia; se construyen las primeras plazas de toros como edificios permanentes destinados al festejo; se escriben las primeras tauromaquias, que fijan la técnica y las normas y van definiendo el arte de torear.

Francisco Romero

Así se lee en crónicas de la época cómo un deporte elitista se convierte en plebeyo. Al principio no existían tercios, orden ni reglas en las cuadrillas. Es Francisco Romero el primer diestro que pone orden a la fiesta y el creador de la muleta tal y como hoy la conocemos. Se considera al rondeño, el padre del toreo moderno. Dividió la lidia en tres tercios (varas, banderillas y muerte) y subordinó la cuadrilla a las exigencias del diestro Existieron dos corrientes regionales de cuya combinación surgió el toreo a pie: el ámbito vasconavarro y el andaluz. La tauromaquia vasconavarra se basaba en los saltos, en los recortes y en las banderillas, sin mayor sofisticación, mientras que la andaluza se desarrollaba con lienzos y capas para engañar a los toros.

Los saltos de Garrocha de Martincho, por Goya

Durante algunas décadas ambos estilos se disputaron la primacía del público, saliendo victorioso el modelo andaluz. De la tauromaquia vasconavarra dejó constancia Francisco de Goya, que presenció los saltos de garrocha de Martincho. La actual suerte de banderillas es el único legado que ha perdurado de aquel toreo navarro, si bien siguen muy vivos los espectáculos de saltos y recortadores en festejos populares. Una vez decantado el toreo en favor de la idea andaluza, surge una nueva disputa entre toreros: los partidarios del estilo rondeño y los del sevillano. Ambos se basaban en el toreo con capa, pero discrepaban en la finalidad de la lidia: para los rondeños lo fundamental era la estocada, por lo que todo se supeditaba a la preparación de la muerte del toro. Cuantos menos capotazos mejor, para no agotar al toro y poderlo matar recibiendo. En cambio, los sevillanos consideraban que lo importante era lucirse con la capa, mientras que la muerte era solo una forma de poner fin a la faena, cuando el toro ya estaba agotado.

Paquiro

Este primer periodo triunfal de la fiesta llega a su fin con la Guerra de la Independencia Española. Tras la guerra, retiradas o desaparecidas las grandes figuras anteriores, tiene lugar un periodo de decadencia de la fiesta. Carlos IV reitera la abolición de las corridas de toros en España y sus territorios de ultramar, aunque se toleraban algunas excepciones con fines benéficos. Prohibición que dejó de ser efectiva incluso antes de la llegada de Fernando VII, que da su apoyo a las corridas. Cerró las aulas de la Universidad en todo el reino, y al mismo tiempo crea, en 1830, la primera escuela de tauromaquia, con sede en el matadero sevillano.  Aparece otra gran figura del toreo, «Paquiro”, conocido como el «Napoleón de los toreros», quien une a la escuela rondeña y sevillana y demuestra que ambas son compatibles, es decir, que efectividad y brillantez pueden aunarse en la lidia, consiguiendo la estructura definitiva que se mantiene hasta el presente. Durante la regencia de María Cristina, se cierra la escuela taurina

En el siglo XIX se regula la matanza de los toros al margen de la ley, publicándose en 1836 la Tauromaquia completa, mientras se organizan espectáculos en los que participan perros y otras especies animales, al más puro estilo del antiguo circo romano, como el enfrentamiento que tuvo lugar en Madrid entre un toro y un elefante en 1898, buscando la forma de innovar para atraer más espectadores a las plazas. Se anunciaba como: «lucha feroz entre un toro de cinco años y un magnífico elefante,  una indefensa cría de elefante llamada Nerón y un toro bravo que respondía al nombre de Sombrerito. El elefante era un ejemplar manso sacado del Zoo de Madrid, que aún no había desarrollado colmillos y al que se ató de una pata con una cadena de 16 metros de largo, a un poste clavado en el centro de la plaza. Nada más comenzar el enfrentamiento, Nerón se soltó de la cadena y comenzó a deambular por el ruedo, lo que sembró el pánico entre los asistentes. Una vez que el elefante fue atado de nuevo, el toro entró en la plaza. Después de que el astado embistiera ligeramente al elefante en un par de ocasiones y causarle heridas en una de sus patas, ambos animales decidieron ignorarse durante los quince minutos que debía durar el enfrentamiento. Deseoso de más acción, sangre y violencia, el público comenzó a protestar, por lo que los organizadores ordenaron retirar a Sombrerito y dieron entrada a otro toro menos manso. Desgraciadamente, el segundo toro arremetió con fuerza contra Nerón, llegando a derribarlo en un par de ocasiones y causándole varias heridas, mientras el indefenso elefante intentaba huir desesperadamente. En esta ocasión, el público rugía enfervorizado.  Mientras el morlaco fue despedido en medio de una enorme ovación, el desdichado elefante fue objeto de una última humillación, en forma de lluvia de naranjas, algunas de las cuales agarró con la trompa para comérselas. Las heridas sufridas por Nerón fueron de carácter leve, por lo que se esperaba que el traumatizado elefante pudiese recuperar satisfactoriamente de ellas en la seguridad de su jaula del zoo.

En 1992 las corridas de toros se  legalizan, que, lejos de tipificar la crueldad como delito como corresponde, establece las medidas para fomentar la barbarie taurina “en atención a la tradición y vigencia cultural de la fiesta de los toros”, especificando las caracterí­sticas y el tamaño de las armas.