Franco, «ese niño»

Francisco Franco nació a las doce y media de la madrugada del 4 de diciembre de 1892, día de la celebración con morteros de la patrona de artillería, santa Bárbara, una fecha muy apropiada. Su casa, todavía se conserva como una reliquia, en el mismo casco histórico de la ciudad, cerca de la ría del Ferrol, en el número 108 de la calle Frutos Saavedra, actualmente, calle María. El 17 de diciembre fue bautizado como Francisco Paulino Hermenegildo Teódulo: Francisco por su abuelo paterno, Hermenegildo por su abuela materna y su madrina, Paulino por su padrino y Teódulo por el santo del día, como era de costumbre.

Padres de Franco

Su padre, Nicolás Franco y Salgado-Araújo, llegó a ser intendente general de la Marina y su madre, María del Pilar Bahamonde y Pardo de Andrade, disfrutaban de una posición social parecida, de clase media baja, hija del comisario del equipo naval de la plaza, que provenía de una familia que también tenía una tradición de servicio en la Armada.  Sus padres, eran dos polos opuestos. La unión de un librepensador, Nicolás, con la conservadora y moralista Pilar fue un fracaso. No nació en un hogar feliz, ya que los caracteres contrapuestos de sus padres propiciaron el desencuentro de la pareja desde los primeros momentos, lo que acabó en ruptura. Ambos quedarían decepcionados mutuamente casi inmediatamente después de la boda. Nicolás no tardó en continuar con sus costumbres de oficial de colonias y Pilar se refugió en su religiosidad, resignada al cuidado de sus hijos. Sin embargo, tuvieron cinco hijos:​ Nicolás, el mayor de los hermanos, seguiría la tradición familiar como oficial de la Marina, su otro hermano, Ramón, fue un pionero aviador que llegó a ser muy conocido por sus hazañas aeronáuticas. Tuvo dos hermanas, Pilar y Paz, que murió a los cuatro años. Su padre fue un hombre poco dado a los convencionalismos y,  estuvo destinado en Cuba y en  Filipinas, donde tuvo un hijo natural, Eugenio Franco Puey, al que reconoció antes de regresar al Ferrol. Adquirió los hábitos del oficial de colonias: mujeriego, jugador de casino y aficionado a las juergas y farras nocturnas.

Eugenio Franco Puey

Cuando nació, su padre, el iracundo y alcoholizado, estaba en una casa de putas. Siempre fue autoritario, rayando la violencia, malhumorado, no admitía que se le contradijese, y los cuatro hermanos, Francisco en menor medida, dado su carácter retraído y apocado, sufrieron lo que hoy se consideraría malos tratos. Fue el más “normal” de los tres hermanos varones: Nicolás fue un chico listísimo, aunque muy mal estudiante, Paco fue siempre un chico corriente. No se distinguía ni por estudioso ni por desaplicado. Se podría decir que, curiosamente, todos le definían como el más templado de los pequeños, el menos «trasto» de todos ellos.

Este hombre solía maltratar a sus hijos, a base de correazos, les propinaba unas palizas antológicas, en una ocasión llegó a romper el brazo a su hijo mayor. Tuvo que sufrir una infancia absolutamente traumática debido a un “padre maltratador” al que, a día de hoy, hubiese perseguido la ley.

Pero lo que más dolor le causó, fueron los reiterados insultos de su progenitor que venían a reforzar unos comentarios que Francisco escuchó durante toda su infancia debido al timbre de su voz, enclenque y de voz aflautada, un tono: débil, ceceante y decididamente agudo. Su padre le llamaba ‘Paquita’ y cuando no le descargaba una paliza apoteósica tras una borrachera, se entretenía pellizcándole el pene. “¿Pero tú ves algo?”, le decía a Nicolás, su hijo mayor, quien remataba con inquina, mirando a Franco: “Bobalicón, cerillita”. Francisco pasó sus siguientes años entre golpes y las jugarretas de sus hermanos.

Su madre, siempre llegaba a rescatarlo llamándole “Merelillo, Paquiño mío”. Él se escondía entre sus piernas chupándose el dedo. Ella, que lo vio enclenque y llorón, lo acogía con un amor desmesurado y excluyente. Era conservadora, extremadamente religiosa y muy apegada a los usos y costumbres de la burguesía de una pequeña ciudad de provincias. Resignada y de carácter bondadoso, se refugió en sus hijos, inculcándoles tenacidad y esfuerzo para progresar en la vida y ascender socialmente.

A los cinco años fue al puerto a recibir a los repatriados de la guerra de Cuba, 250 familias se habían quedado huérfanas y El Ferrol se llenó del ruido de las patas de palo de los lisiados. A esta edad; la pérdida de Cuba habría pasado inadvertida para él, de no ser por la reacción que suscitó en la sociedad española, que se prolongaría durante su infancia y primera juventud. En el siglo XIX España, estuvo presidida por un prolongado período de inestabilidad política y guerras civiles; los intentos liberales chocaron en todos los casos con la reacción del Antiguo Régimen y la Iglesia, junto con revueltas y guerras civiles, unido a las guerras coloniales, propició un sistema político corrupto e ineficaz en una España empobrecida, atrasada y con fuertes desequilibrios entre clases y regiones. A Franco, como al conservadurismo de gran parte del siglo xx, pudo serle fácil identificar la grandeza del Imperio perdido, con los antiguos regímenes autoritarios, y el desastre de su pérdida, con las nuevas posiciones liberales. El Ejército, sin imperios de ultramar que defender, forzó, también como medio de lavar la derrota sufrida, las posteriores intervenciones en Marruecos, generalizándose en su seno un patriotismo exacerbado y un sentimiento de superioridad frente a la población civil, viendo en el afloramiento de los nacionalismos, principalmente el nacionalismo catalán, promovido por las élites catalanas que perdieron el mercado cubano, y en el fortalecimiento del pacifismo de la izquierda, elementos disolventes de la nación. La visión de una España en decadencia que perdía, entre otras cosas, con los últimos de Filipinas, los retales de lo que había sido su gran Imperio.

Pero el infierno no estaba sólo en casa. Los veteranos de la guerra de Cuba que le veían pasar por las calles del Ferrol, se burlaban de su enorme cabeza y su cuerpo de palo… No es ni mucho menos la estampa de un mártir pero sí una buena síntesis de los primeros años de quien se haría llamar Caudillo o Generalísimo durante más de cuarenta.

Fue un niño solitario, retraído hasta el extremo de un gélido desinterés. Según el testimonio de uno de sus compañeros de colegio, era siempre el primero en llegar y se ponía delante, solo. Cuando tenía ocho años, en una ocasión, su hermana Pilar le llamó cobarde, entonces cogió una aguja de coser, la calentó, y se la clavó en su propio brazo sin apartar la mirada de sus ojos, el solo comentó que olía a carne quemada. Su hermana atestiguaba, que su padre nunca le puso la mano encima. No porque no lo mereciera alguna vez. A mis hermanos sí, cuando las hacían demasiado gordas. Ahora se dice mucho que no se debe pegar a los niños, pero en aquella época era todo lo contrario; las palizas eran fuertes y frecuentes. Y recomendadas hasta por los maestros.

Con todo, el futuro jefe del Estado también era como cualquier otro chaval, le gustaba leer, Valle-Inclán estaba entre sus escritores predilectos. Cuando niño, dibujaba muy bien y en eso tenía mucha habilidad, y disfrutaba con cosas tan nimias como armar el belén o jugar con las espadas de madera que los Reyes Magos le traían en Navidad.

Nicolás y Franco

Al cumplir 12 años, junto a su hermano Nicolás y su primo Pacón, entró en la escuela de preparación naval dirigida por un capitán de corbeta, con la esperanza de, posteriormente, ingresar en la Marina al igual que su padre. Sus dos escuelas de primaria, el Colegio del Sagrado Corazón y el Colegio de la Marina, estaban especializadas en preparar a los niños para los exámenes de ingreso en la Armada. Muy delgado y de aspecto enfermizo, todo ello, unido a su escasa envergadura, provocó que pronto se ganase el mote de “Cerillito o Paquito”, los niños, que pueden ser muy crueles. Era un estudiante mediocre, aunque no se le podía negar su esfuerzo con los estudios. Su hermano logró en 1906 ingresar en la Escuela Naval de la Armada, con el beneplácito de su padre, pero él y su primo, al intentarlo el año siguiente, vieron negada tal posibilidad, las perspectivas navales de Francisco se truncaron. Esto le marcó de por vida. Incapaz de ganarse la aceptación de su padre buscó librarse del dolor negando su necesidad de afecto

Franco 1910-uniforme de alférez

En 1907, a los 14 años, junto a su primo, ingresó en la Academia Militar de Infantería de Toledo. El primer viaje fuera de Galicia lo acompañó su padre, cuando fue destinado a Cádiz  y posteriormente a Madrid, quedando muy impresionado por el paisaje castellano.
En Madrid su padre se quedó a vivir con su amante, y la familia se rompió definitivamente, abandonando a su mujer, a sus hijos y a su hogar. Su amante, Agustina Aldana, era una joven antítesis de su esposa. Su padre siempre sintió predilección por sus otros hermanos y Francisco fue el que más fuertemente se refugió en su madre. No es de extrañar que entre los legados que el joven heredó de su madre se encontrara un persistente y conspicuo catolicismo, una aversión por la promiscuidad sexual, su puritanismo, su moralismo y religiosidad, el alejamiento del alcohol y de las farras, y una fobia contra el liberalismo y la masonería, todo lo convierte en una antítesis de su padre. El odio al padre, el amor sin límites por su madre, a la que por las noches suplicaba «cásate conmigo», con cierto complejo de Edipo y el desastre de Cuba, marcaron a «Paquito» para siempre. Quizá fuese por esa infancia tan complicada por la que Franco se fue curtiendo y empezó a obsesionarse por demostrar su valor. Todo iba a cambiar en la Academia, o eso creía él. Y es que, las primeras semanas sufrió las novatadas de los veteranos y las burlas de sus compañeros por su baja estatura, su vocecilla y su bigotín. No cabe duda de que, aquellos días, se sintió tristemente como en casa. Así recordaba él mismo aquella etapa: “Comenzaba el duro calvario de las novatadas. Triste acogida que se ofrecía a quienes veníamos llenos de ilusión a incorporarnos a la gran familia militar. La mala impresión que me produjo este abuso y contrasentido se conservó durante toda mi vida, cuando hubiera sido tan fácil asignar a cada alumno un padrino entre los antiguos, que se ocupase de tutelarlos, guiarlos y protegerlos”. En la Academia fue uno del montón, obtuvo el puesto 251º entre los 312 de su promoción, fue blanco de las burlas y mofas de los otros muchachos por su corta estatura (1,64 m) y voz atiplada. En una ocasión le aserraron el cañón de su fusil quince centímetros y le obligaron a desfilar con él, y, le llamaban: Franquito, teniente Franquito, Comandantín. Como sucediera en el hogar que había ocupado cerca de la Ría, se terminó hartando de todo aquello y, en una ocasión, tiró un candelabro a la cabeza de uno de aquellos abusadores, además de repartirle una buena somanta de tortazos. Aquello le valió el respeto de sus compañeros. Todavía en 1936, cuando el general Sanjurjo reprochó su falta de decisión frente a la sublevación, lo haría en estos términos: «Franquito es un cuquito que va a lo suyito», siendo apodado por los confabulados, cansados de sus vacilaciones, Miss Canarias, por su voz débil y ceceante​ En sus Memorias, Manuel Azaña también terminará llamándole Franquito.

Pronto fue trasladado a África, donde España se enfrentaba a fusil y cañón contra los rifeños. Una guerra para muchos sin sentido en la que Cerillito se convirtió, decididamente, en un hombre.  La luz de África lo embrujó: «Yo no puedo explicarme a mí mismo sin África», repetía en ocasiones. Fue el cadete más joven de la Academia, el teniente más joven del Ejército, general a los 33 años, como Napoleón. Militar modélico, la atroz guerra africana lo deshumanizó y dejó de tener respeto a la vida, empezando por la suya propia. Sus hombres explicaban que parecía inmune a las balas, iba siempre en primera fila, entraba a la bayoneta si era necesario con las manos tintas en sangre y se negaba a recoger a los heridos para no perder el tiempo. Con terror supersticioso decían «Franquito tiene baraka».

En Melilla, Franco fue a visitar a la duquesa de la Victoria y cuando dos soldados que pretendían obsequiarla con flores, que por allí no había, la duquesa les dijo que no quería flores, sino cabezas de moros. Dos soldados se presentaron con un cesto adornado con hojas y dentro dos cabezas de moros, Franco los disculpó diciendo: «Mis chacales son como chiquillos».

En 1936 cuando, ya como capitán y durante un duro enfrentamiento contra los rifeños en los alrededores de Ceuta, fue herido en la región lateral del abdomen, pidió confesión por sentir que le quedaba poco de vida. Como curiosidad, de aquella jornada siempre guardó una cartera de piel policromada que sus hombres quitaron al líder del contingente marroquí que casi acabó con su vida. No obstante, son muchos autores los que también afirman que aquel disparo acabó con uno de sus testículos.

Sofía Subirán

Su primer romance fue  con una niña de dulce acento cubano llamada Sofía Subirán, recién llegado a Melilla, donde cumplió los 20 años, y quedó prendado de ella. Aquella niña no tenía más que 15 años. Su parecido físico con Carmen Polo era hasta tal punto, que en una ocasión la confundieron con ella. Aunque su primera y única pasión carnal fue la belleza oficial de Ferrol, Ángeles Barcón. En el verano de 1919, se sintió atraído por la reina de los juegos florales de ese año, hija de un industrial bien situado que se opuso con ahínco a la relación, una frustrada aventura de juventud que más tarde lo recordaría con nostalgia: «Paquito sabía cómo enamorar a las chicas».   Hasta no cumplir los 18 años, no se hizo oficial el noviazgo con la ovetense Carmen Polo, sobre todo porque el padre no veía con buenos ojos la relación de su hija, ya que no quería a un militar en la familia. Solía decir que: casarse con un militar era “como con un torero, que nunca sabes si va a volver a casa”. Contrajeron matrimonio el 16 de octubre de 1923. La conoció en Asturias, cuando fue destinado allí tras su primera experiencia en tierras africanas.

Sus complejos y obsesiones; algunos brevísimos escarceos amorosos, su matrimonio con una dominante Carmen Polo, la atracción fugaz que sintió por Eva Perón… su atrofiada relación con las mujeres a partir de los testimonios de uno de sus médicos, que decía que tenía una fimosis anular severa que le habría provocado grandes dolores al mantener relaciones sexuales y que después de engendrar a su hija, que era inequívocamente suya, no volvió a tener relaciones ni con su mujer, ni con nadie.

Franco vio en Juan Carlos de Borbón al hijo que nunca tuvo, y el entonces príncipe vio en él a un tutor. Completamente solo, Juanito se refugió en Franco.

Las paredes de la casa de la calle María escondieron el secreto de ese padre brutal que llamaba «Paquita» y «marica» a su hijo a causa de su voz atiplada, consecuencia de una sinusitis crónica, que maltrataba a su mujer embarazada. Paquito «era un niño triste», «siempre fue un niño viejo», e incluso la propia hija, años más tarde  reconoció que «no recordaba su infancia con cariño».

Las claves para entender la personalidad de Franco se encuentran en su infancia. En general, puede decirse que toda su vida fue un esfuerzo por solucionar los problemas dejados por una niñez desgraciada. En sus trabajos literarios, como Diario de una bandera o el guión de Raza, siempre era crucial el papel del padre, indefectiblemente un héroe. Franco, que siempre se sintió abandonado y despreciado por su padre, llegó a secuestrar su cadáver para tratar de reescribir su pasado y convertirle en un hombre a su gusto.